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miércoles, 16 de abril de 2008

Cada tanto tiempo, dependiendo de que nuestros genes recuerden más o menos nuestros antepasados simiescos, las mujeres debemos pasar por un ritual de automutilación. Hay muchas formas de cumplir este ritual, para todos los gustos… Cera tibiecita y pegajosa, de un solo tirón. Aparatejos eléctricos que por suerte no se enchufan a 220 y todavía no ha habido que lamentar ninguna victima fatal, o al menos el hecho no ha sido documentado. Crema depilatoria que te la untas en la piel y deshace todo el vello en poco tiempo, pero pica como loco… El método más humanitario parece seguir siendo la querida hojita de afeitar (se podrían trazar paralelos importantes con la guillotina), pero no es muy recomendable si una no quiere sentirse al tacto como un puercoespín pasadas unas pocas horas…
Hoy el método elegido por mí fue la cera. La sesión de depilación se compone de diversas acrobacias y extraños ejercicios de yoga para llegar a las partes del cuerpo que una habitualmente ni se mira. Es eso, o pagarle a otra mujer, que rozando el sadismo te dice “Cavado… sale 8. El completo 23, te saco todo, incluye tira de cola…”
Mi tío Guillo, un sabio popular, se hacía siempre esta pregunta: “¿Cuál es el pelo más largo del cuerpo?”. Él sostenía que los de la nariz, pero para mi que son los del culo.
Lo mire por donde lo mire, no encuentro manera de zafar del ritual. Una cosa es cuando lo que una busca es ser linda a la mirada del otro, cosa que tiene mucho peso, y explica la tortura a la que nos sometemos en parte. No es tan difícil decretar un día que todo te chupa un huevo, y al que no le gusta que no mire. ¿Pero qué pasa cuando es una misma, en la soledad de la pieza, sin nadie a la vista y sin depilarse, la que se siente menos sexy que el dinosaurio Barney?